EL ÚLTIMO MOBILIARIO: REFLEXIONES SOBRE ATAÚDES Y LA EDICIÓN
Considero que ser editor es una condición mental, una forma alterada de conciencia que hace que todo, por más estático o inmóvil que parezca, oculte dentro de sí la capacidad de comunicarse. El editor, creyéndose el único con la habilidad de traducir esa capacidad al mundo “real” —si es que tal realidad objetiva existe—, lleva consigo la constante presión de encontrar esa voz y transformarla en lenguaje, signos y códigos; hacer de ella un mensaje comprensible para el resto del mundo.
Esto explica por qué muchos proyectos editoriales, en algún punto de su producción, parecen cobrar vida propia, y las decisiones sobre el objeto o el tema se salen del control del editor. De no ser así, no se entendería por qué algunos proyectos mueren a medias o por qué ciertos productos no logran conectar, dando la sensación de que “algo falta” o “no es el camino correcto”.
Bajo este estado de conciencia, el objeto comienza a encontrar su propia voz para manifestarse en el mundo, y al editor no le queda más que agudizar sus sentidos para capturar esa potencia comunicativa. Ahí radica el éxito del editor: en dejar de lado su orgullo, no para ser una sombra del mensaje de las cosas, sino para convertirse en un explorador que sabe indagar, descubrir y desentrañar las potencias ocultas tras los objetos.
Entrar al ámbito editorial inevitablemente lleva a preguntarse qué es un libro. En principio, enfoqué mis esfuerzos a intentar resolver esta pregunta, pero finalmente me di cuenta de que ni siquiera importaba. El libro nunca debe ser el objetivo final del editor, y la definición de lo que es un libro no es decisión de quien edita. Un libro puede ser papel y también fotografía, puede ser un perfume o una vitrina. A pesar de que esta conclusión parezca entrar en el juego infernal del relativismo, también revela un hecho: en el mundo no existen definiciones exactas, todas son provisionales. Esto nos permite utilizar las definiciones de manera más crítica, entendiendo que el libro no es nada físico, sino la serie de prácticas, motivaciones y discursos que nos llevan a acercarnos a esta experiencia como un libro. Esto también se aplica a la creación de artefactos editoriales: no hay límite para la creación editorial, de modo que no es necesario limitarme a hacer libros códice siendo literata, ni hablar solo de sillas, mesas y sofás si deseo hablar sobre mobiliario.
Cuando me enfrenté a hablar sobre mobiliario, fue inevitable pensar en las opciones más ortodoxas: revista, catálogo, álbum de fotografía. Me di cuenta de que estaba limitando mis opciones de producto editorial porque mi definición de “mobiliario” era en sí misma limitada. Resulta habitual que, como editores, nos empeñemos en imponer nuestra voz a los objetos, en hacerlos hablar a nuestro modo, creyendo que tenemos el control de la potencia comunicativa. Nos rehusamos a entenderlos, suponiendo cosas sobre ellos, y terminamos creyendo que ―como en mi caso― “mobiliario” es un tema simplón sin nada interesante que decir, ignorando su presencia y dándola por sentada. En ese momento, el instinto del editor no está dispuesto a escuchar y observar las potencias que se ocultan tras estos.
En Colombia, la diversidad de mobiliario refleja no solo la variedad de estilos y épocas, sino también la riqueza cultural y las historias. Estas piezas no son meros objetos utilitarios; son testigos silenciosos de la vida cotidiana, de las reuniones familiares, de las celebraciones y de los momentos de introspección. El mobiliario es una extensión de nuestra identidad cultural y personal, una manifestación tangible de nuestras preferencias, aspiraciones y recuerdos.
En nuestro país, es más probable que haya más muebles que colombianos. Aunque esta afirmación no está respaldada por el déficit de 1,7 camas hospitalarias por cada 1,000 habitantes (Vivas, 2018), sí lo evidencia la sobreproducción de las grandes empresas y la larga vida útil de estos artículos. En Colombia, coexisten los nuevos diseños escandinavos y minimalistas con los robustos juegos de sala de diseño isabelino que forman parte de las reliquias familiares de muchos. El mobiliario también puede ser fijo —aunque parezca contradictorio—, como los bancos de los parques y las mesas de concreto. Además, los puestos de venta ambulantes y los coches de tracción animal o humana que muchas veces se usan como vivienda, también forman parte de esta categoría. Lo que se entiende por mobiliario va mucho más allá de lo que generalmente cree.
Cada pieza de mobiliario que nos rodea es un narrador silencioso de nuestras vidas. Hay objetos que forman parte de nuestro entorno cotidiano y juegan un papel crucial en la configuración de nuestro comportamiento y experiencias, desde la mesa en la que desayunamos hasta el sofá en el que nos relajamos al final del día. Al reconocer esta presencia, podemos aprender a apreciar las historias que nos cuentan y a valorarlos no solo por su funcionalidad, sino por su capacidad para reflejar y moldear nuestras vidas.
Enfrentarme a este panorama me llevó a pensar en una forma de mobiliario que no responde a estas características: no habita la ciudad, no se hereda ni se vende en Homecenter o IKEA, y aunque es absurdamente costoso, es ineludible. Nadie habla de ellos, nadie los considera; quienes los compran los odian y quienes los usan les son indiferentes. Me refiero a los ataúdes.
La historia de los ataúdes se remonta a civilizaciones como la egipcia y la sumeria, las cuales usaban sarcófagos cuidadosamente elaborados y decorados con símbolos religiosos y jeroglíficos para proteger y guiar a los difuntos hacia la vida eterna. Con el paso del tiempo, la función de los ataúdes se expandió más allá de simplemente preservar el cuerpo, abarcando aspectos prácticos como el transporte y la disposición final. Durante la Edad Media en Europa, los ataúdes se integraron profundamente en los rituales cristianos de entierro, reflejando la creencia en la resurrección del cuerpo. Originalmente reservados como un lujo para las clases altas, no fue sino hasta la Revolución Industrial que estos artefactos estuvieron al alcance de la mayoría. A lo largo de los siglos, los ataúdes han sido una expresión de arte y cultura, adaptándose a las creencias, tradiciones y estilos de cada época.
Hoy en día, aunque la función básica de los ataúdes sigue siendo la misma, su diseño y materiales han evolucionado para satisfacer las necesidades y preocupaciones contemporáneas. De ellos quiero hablar, de su antigüedad y su función social, porque son muebles y también símbolo. Son el símbolo de la muerte. Este año descubrí de primera mano lo costoso y doloroso que es enterrar a nuestros muertos. También descubrí lo triste y despiadado que es elegir un ataúd.
La RESOLUCIÓN NÚMERO 1447 DE 2009 del Ministerio de la Protección Social (anteriormente, Ministerio de Salud) establece el uso obligatorio de ataúdes para el traslado de cuerpos, tanto para su inhumación (entierro) como para cremación. Esta normativa no solo regula aspectos logísticos, sino que también subraya el significado simbólico profundo del ataúd: es el artefacto que intermedia las relaciones de los vivos con los muertos. El último abrazo, el último beso, la última bendición, están mediados por una caja de madera barnizada con el interior forrado. El ataúd se convierte así en la última morada, el mobiliario final de aquellos que la muerte reclama.
¿Qué historias hay detrás de la elección de estos artefactos? ¿Qué potencias se ocultan detrás de la última morada? ¿Qué susurran los ataúdes? Estas son las preguntas que ahora guían mi exploración editorial. A partir de aquí, ya no solo se trata de descubrir lo que se esconde tras el objeto, sino también lo que se oculta tras el “último adiós”.
Siendo sincera, reconozco que el tema es, cuanto menos, escabroso. Entre todas las formas de muebles imaginables, los ataúdes parecen estar fuera de lo convencional. Sin embargo, reitero: lo que entendemos por mobiliario siempre va más allá de lo que comúnmente se cree. Lo mismo sucede con la muerte. La muerte es ineludible, pero nadie quiere hablar de ella. Y hablar de las cosas que no se nombran es la habilidad —o el padecimiento— de los editores.
Para nombrar lo innombrable es necesario reflexionar sobre la materialidad, que juega un papel crucial en nuestra relación con el mensaje. Al abrazar un libro códice o un ataúd, exploramos nuevas formas de interactuar con las historias que se alojan en ellos, recordándome la importancia de las experiencias tangibles y cómo estas pueden enriquecer nuestra comprensión y apreciación del mundo.
Así como los muebles, los productos editoriales también son omnipresentes en nuestra sociedad, aunque a menudo se subestima su presencia. La realidad es que el contenido editorial está presente en todas partes donde miramos, desde plataformas de redes sociales hasta la disposición de estanterías en un supermercado. Andi Mirom expresa una reflexión similar sobre la muerte en una columna de opinión para el diario El País de Costa Rica:
Desde que nacemos la muerte es una posibilidad omnipresente, es un hecho que puede ocurrir en cualquier momento; Heidegger decía que es la posibilidad que se puede materializar en cualquier momento, tesis que nuestro pueblo suele sintetizar en la siguiente frase: para morirse solo hay que estar vivo (Mirom Sec.1 Párr. 1).
Tanto el mobiliario como la muerte y los artefactos editoriales son presencias ubicuas en nuestras vidas. Sin darnos cuenta, nos rodean y toman parte dentro de nuestra experiencia cotidiana. Más allá de su función, todos juegan un papel significativo en la configuración de nuestro entorno e influyen en la forma que entendemos y habitamos el mundo.
Es necesario divagar, trascender la superficialidad y ahondar en los recovecos y grietas de las cosas. En el mundo editorial, todo objeto o tema debe trascender la materia y convertirse en acontecimiento. Solo así se justifica empezar cualquier proyecto editorial. No hay que tener miedo a llegar a lugares insospechados, a hacer conexiones oscuras o bizarras; acerquémonos al mundo con curiosidad. Es así como podemos proponer productos editoriales que se puedan abrazar, besar y enterrar como el ataúd.
Seguiré observando los muebles y los ataúdes, intentando comprender las historias que desean contar. Con los sentidos agudizados y el orgullo menguado, sin olvidar que todo ejercicio editorial encuentra en la curiosidad y en la exploración la materia prima de su labor: la potencia comunicativa.
Borsuk, A. (2020). El libro expandido: Variaciones, materialidad y experimentos. Ampersand.
Mirom, P. A. (2021, junio 9). La muerte es la posibilidad omnipresente durante la vida. Diario Digital Nuestro País. https://www.elpais.cr/2021/06/09/la-muerte-es-la-posibilidad-omnipresente-durante-la-vida/
Vivas, J. (2018, julio 29). Colombia, con apenas 1,7 camas hospitalarias por cada mil habitantes. El Tiempo. https://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/colombia-solo-cuenta-con-1-7-camas-hospitalarias-por-cada-mil-habitantes-249374